Recuerdo aquel euro caliente en mi mano a la hora de la siesta de un día de verano. Un helado para mí con un paseo, una calma y sueño para ti en mi ausencia. Recuerdo nadar, estar inquieta, buscar el mayor entretenimiento cuando las horas nacían muertas. Un libro se convertía en una nueva aventura privada, y volvía de haber vivido tantas historias mientras tú salías de tu sueño.
La piscina, el sabor salado de las patatas fritas, las risas en el eco del agua, las pequeñas caracolitas que coleccionaba y que buscaba siempre entre la arena. Las gafas de sol que salvaban la vida, y la comida en un McDonalds a las tantas de la noche bajo el calor durmiente. Todo lo recuerdo nítido, pausado. Recuerdo estar en calma y con la mente inquieta, siempre reprochando los momentos en los que no se ejercitaba… ¡necesitaba leer, escribir, pensar!… ¡matemáticas!
¿Y cómo podrá ser, que al cierto paso del tiempo ahora soy yo quien quiero esos momentos de vagancia obligada y paz? Mi mente ahora está exhausta, reptante, gime de dolor arrastrándose en una tierra fangosa de pesadilla, como si quisiera liberarse de una jaula impuesta.
Quiere salir.
Quiere un helado mientras tú duermes. Quiere recorrer otros mundos en libros sin prisa, sumergirse en el silencio del eco de chapoteos en la piscina. Quiere, en fin, que le digan “está bien, buen trabajo, ahora puedes descansar” y que sea verdad. Y cerrar los ojos. Y abrirlos cuando el mundo sea otro, y vuelva a existir el verano y no este calor insomne plagado de encierro y trabajo, como un invierno seco al sol sin navidad.
Quiero que las horas no me importen, que el tiempo sea de nuevo uno, indivisible, cabida de todas las cosas. Y que después de leer hasta agotar los libros, comer y disfrutar, sintiendo el corazón pleno y las horas aún por explotar, me siente en el sillón y exclame con alevosía: “¡me aburro!”
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