Vivía siempre en pequeño y oscuro, tanto que sus pupilas se habían quedado para siempre pequeñas y sin posibilidad de adaptarse ante un nuevo rayo de luz. Y allí en lo negro, debe tenerse cierta agudeza para mantenerse cuerdo y discernir lo que es norte de lo que es sur, y por eso aquella tacita blanca tenía tanta importancia y peso. Era el punto exacto en el caótico mundo en el que se separaban los puntos cardinales, aquel lugar en el que no se estaba perdido y posiblemente quedaban allí los amigos y los amantes para encontrarse.
Aquella diminuta tacita de té, que casi podía beberse de un sorbo, valía más que toda la casa. Estaba impoluta siempre y había sido fabricada con los mejores materiales para causar la mejor experiencia al paladar. Era, en realidad, lo único de calidad que alimentaba una vida improvisada y por eso era allí donde su alma dormía.
Cada día la limpiaba y trataba con el mayor cuidado y cariño, tal y como se mima a un hijo, al fin y al cabo, ¿cómo culparle de idolatrar al único rayo de luz cuando se vive sin sol?
Aquella tarde, mientras restregaba con fuerza y paciencia el asa de su diminuto mundo (pues era todo cuando veía), se dio cuenta gravemente de que manteniéndola siempre blanca poco importaba nadar entre la mugre, pues ella era el descanso en el esfuerzo, la calma entre el tormento. Y rió de pronto ante la ironía y pensamiento inútil de que si tuviera una vida en blanco, aquello le importaría bien poco, y quizás se cubriría de roña, o el desuso carcomería su estado. Pero ahora no, oh no… le susurraba a lo único que distinguía su forma de entre la noche, ahora aquello era todo lo que tenía.
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